La cara del secuestro
lunes, marzo 28, 2005
La Contraloría General de la República entregó un informe sobre el secuestro en Colombia. Se mencionan más de 20000 secuestrados en los últimos años y se afirma que en la actualidad hay 9040 colombianos cautivos o desaparecidos.
Me niego a pensar en los secuestrados como un número. Rechazo el tratamiento estadístico que le dan a la peor tortura que puede sufrir un ser humano con su familia y sus allegados. Me produce alergia el número al que no le dan un rostro y le niegan un entorno.
¿Qué sentimos los colombianos con 9040 personas que en la actualidad están secuestradas o desaparecidas? ¿pensamos en el dolor y el marchitamiento de ese ser que es tratado como mercancía? ¿le dedicamos un minuto a la reflexión sobre ese proceso atroz que viven las familias en un duelo que no pueden cerrar y que resurge a diario mientras el ser querido no está? Es que estas familias despiertan cada mañana con la esperanza de recuperar a su ser querido, almuerzan con la incertidumbre y se van a la cama con la certeza de la ausencia definitiva. Y este proceso se repite a diario sin que el Estado ni la sociedad demuestren la solidaridad ante tal dolor.
En la selva social que hemos convertido a Colombia, a muchos no les importa el secuestro de sus conciudadanos: son simples cifras que muchas veces no los tocan. Otros piensan que los secuestrados se lo tienen merecido porque son oligarcas y ese dinero tiene que llegar a los menos favorecidos: el pobre viejecito del Mono Jojoy con su barriga atendida con whisky y asados de carne extraída del ganado que se roba; o Raúl Reyes, otro que porta orgulloso su barriga burguesa o Alfonso Cano, el que solo fumaba Marlboro y quien también debe estar cultivando juiciosamente su panza con los dineros que les roban a miles de familias colombianas.
Lo que debe preocuparnos es, en principio y porque no tenemos más, el número de secuestrados o desaparecidos: son 9040, es decir, más o menos el número de habitantes de cinco barrios bogotanos. Son 9040 dolores, 9040 familias destrozadas que han perdido la fe y la esperanza. Son 9040 hijos sin padres, sin la formación y los valores que solo se aportan en familia. Son 9040 rencores, odios y resentimientos que se están sembrando y que en un futuro pueden detonar en venganzas que solo saciará el derramamiento de sangre (Carlos Castaño no comenzó a delinquir por obra y gracia del Espíritu Santo sino por la acción de los secuestradores).
Con el secuestro se está abriendo un nuevo ciclo de violencia en el futuro, pues además, la sociedad colombiana es indolente frente al dolor de las 9040 víctimas y de sus familias.
Que no se llamen a engaño los que piensan que el secuestro solo les ocurre a los más ricos: el secuestro es el principal flagelo de la clase media, esa clase que no goza de ninguna protección y que está condenada a desaparecer para engrosar los cinturones de miseria: una tendera de un barrio al sur de Bogotá, un campesino, un profesor universitario que fue intercambiado por su esposa y su hijo mientras él consigue el dinero para pagar. A su esposa la liberaron mientras los mismos secuestradores le dan biberón a su hijo, quien sabe en donde (relato de la fundación País Libre).
Porque somos la clase media, los de la mitad, los que tenemos el dinero para sobrevivir, pero no para pagar escoltas, ni carros blindados ni mucho menos esquemas de seguridad. Nuestros hijos van al colegio a pie o en rutas, pero no en el vehículo escoltado con motos que cierran las calles. Nuestras familias van a mercar y no enviamos a nuestros colaboradores del hogar, sencillamente porque no tenemos el dinero para pagar una empleada del servicio o un conductor. Claro, contamos con bendiciones que muchos en Colombia añoran, pero no somos la fuente del desequilibrio social ni contribuimos al aumento de los desposeídos. Esa es la oligarquía que persiguen los secuestradores, una clase trabajadora calificada que constituye el porcentaje más alto en las cifras de desempleo, porque aquí en nuestro país se crean puestos para la mano de obra no calificada, mientras que el que luchó por entrar y mantenerse en una universidad es sobre valorado y se supone que ya tiene la vida asegurada.
De esos 9040 secuestrados y desaparecidos sin rostro y sin familia, muchos deben pertenecer a la clase media (este dato no se consigue por ninguna parte); muchos pudieron heredar algún dinero o trabajar para conseguir unos ahorros que los abusivos secuestradores deciden arrebatarles, quitándoles de paso los sueños y la tranquilidad en la vejez.Pongámosle cara al secuestro. Aceptemos que cualquiera de nosotros es un secuestrado en potencia, porque poseemos la única condición esencial para sufrirlo: somos colombianos.
Me niego a pensar en los secuestrados como un número. Rechazo el tratamiento estadístico que le dan a la peor tortura que puede sufrir un ser humano con su familia y sus allegados. Me produce alergia el número al que no le dan un rostro y le niegan un entorno.
¿Qué sentimos los colombianos con 9040 personas que en la actualidad están secuestradas o desaparecidas? ¿pensamos en el dolor y el marchitamiento de ese ser que es tratado como mercancía? ¿le dedicamos un minuto a la reflexión sobre ese proceso atroz que viven las familias en un duelo que no pueden cerrar y que resurge a diario mientras el ser querido no está? Es que estas familias despiertan cada mañana con la esperanza de recuperar a su ser querido, almuerzan con la incertidumbre y se van a la cama con la certeza de la ausencia definitiva. Y este proceso se repite a diario sin que el Estado ni la sociedad demuestren la solidaridad ante tal dolor.
En la selva social que hemos convertido a Colombia, a muchos no les importa el secuestro de sus conciudadanos: son simples cifras que muchas veces no los tocan. Otros piensan que los secuestrados se lo tienen merecido porque son oligarcas y ese dinero tiene que llegar a los menos favorecidos: el pobre viejecito del Mono Jojoy con su barriga atendida con whisky y asados de carne extraída del ganado que se roba; o Raúl Reyes, otro que porta orgulloso su barriga burguesa o Alfonso Cano, el que solo fumaba Marlboro y quien también debe estar cultivando juiciosamente su panza con los dineros que les roban a miles de familias colombianas.
Lo que debe preocuparnos es, en principio y porque no tenemos más, el número de secuestrados o desaparecidos: son 9040, es decir, más o menos el número de habitantes de cinco barrios bogotanos. Son 9040 dolores, 9040 familias destrozadas que han perdido la fe y la esperanza. Son 9040 hijos sin padres, sin la formación y los valores que solo se aportan en familia. Son 9040 rencores, odios y resentimientos que se están sembrando y que en un futuro pueden detonar en venganzas que solo saciará el derramamiento de sangre (Carlos Castaño no comenzó a delinquir por obra y gracia del Espíritu Santo sino por la acción de los secuestradores).
Con el secuestro se está abriendo un nuevo ciclo de violencia en el futuro, pues además, la sociedad colombiana es indolente frente al dolor de las 9040 víctimas y de sus familias.
Que no se llamen a engaño los que piensan que el secuestro solo les ocurre a los más ricos: el secuestro es el principal flagelo de la clase media, esa clase que no goza de ninguna protección y que está condenada a desaparecer para engrosar los cinturones de miseria: una tendera de un barrio al sur de Bogotá, un campesino, un profesor universitario que fue intercambiado por su esposa y su hijo mientras él consigue el dinero para pagar. A su esposa la liberaron mientras los mismos secuestradores le dan biberón a su hijo, quien sabe en donde (relato de la fundación País Libre).
Porque somos la clase media, los de la mitad, los que tenemos el dinero para sobrevivir, pero no para pagar escoltas, ni carros blindados ni mucho menos esquemas de seguridad. Nuestros hijos van al colegio a pie o en rutas, pero no en el vehículo escoltado con motos que cierran las calles. Nuestras familias van a mercar y no enviamos a nuestros colaboradores del hogar, sencillamente porque no tenemos el dinero para pagar una empleada del servicio o un conductor. Claro, contamos con bendiciones que muchos en Colombia añoran, pero no somos la fuente del desequilibrio social ni contribuimos al aumento de los desposeídos. Esa es la oligarquía que persiguen los secuestradores, una clase trabajadora calificada que constituye el porcentaje más alto en las cifras de desempleo, porque aquí en nuestro país se crean puestos para la mano de obra no calificada, mientras que el que luchó por entrar y mantenerse en una universidad es sobre valorado y se supone que ya tiene la vida asegurada.
De esos 9040 secuestrados y desaparecidos sin rostro y sin familia, muchos deben pertenecer a la clase media (este dato no se consigue por ninguna parte); muchos pudieron heredar algún dinero o trabajar para conseguir unos ahorros que los abusivos secuestradores deciden arrebatarles, quitándoles de paso los sueños y la tranquilidad en la vejez.Pongámosle cara al secuestro. Aceptemos que cualquiera de nosotros es un secuestrado en potencia, porque poseemos la única condición esencial para sufrirlo: somos colombianos.