Entendiendo a la familia de un secuestrado
viernes, abril 08, 2005
Son las 5 de la mañana. El despertador suena anunciando el inicio de la vida cotidiana. Ella abre sus ojos y, como siempre, estira su brazo para acariciar a su amado. Pero solo encuentra una almohada y un espacio vacío. Es entonces cuando la realidad vuelve a ocupar el sitio de los sueños. El no está. Hace cinco años fue secuestrado y desde hace mucho tiempo no se tiene noticia de su suerte.
Después de encontrarse con el vacío, ella se incorpora y lentamente camina a la habitación de sus dos pequeños hijos. Con cuidado se acerca al pie de cada cama y les da un beso. Los niños abren sus ojos y buscan a su padre pero encuentran el rostro de una madre, que en cinco años ha cambiado mucho. Ya la sonrisa y la esperanza que irradiaba fueron desplazadas por un rictus de ansiedad, de abandono y de soledad.
Cada mañana esta familia despierta con la ilusión de un milagro: que él aparezca, o que por lo menos lleguen noticias que hagan un poco más llevadero el dolor de su ausencia.
Las 2 de la tarde. Madre e hijos se sientan en el comedor a almorzar. Es inevitable que observen esa silla vacía, ese espacio que pertenece a papá. Tratan de hablar de muchas cosas: del colegio, los amigos, los abuelos y el mundo ante el que aparentan que todo está bien. A esta hora del día, la esperanza del regreso se ha reducido y queda poco de la ilusión de una noticia.
A las 9 de la noche los niños se despiden de mamá, pero falta ese otro ser que tanto amor les dio cuando estaba junto a ellos. Es como despedirse a medias. No hay nada que hacer: él debe estar muerto porque no sabemos nada.
Esta es la rutina emocional de 9040 familias colombianas. Amanecen con una ilusión, almuerzan con un nudo en el corazón y se van a la cama con la certeza de la ausencia definitiva. Es un ciclo que se repite todos los días y que no se cierra, pues siempre está la esperanza, a veces mayor, a veces menor, de que esa persona retornará a su lugar en la familia, en el hogar y en la sociedad. Para los expertos, es un duelo que no se elabora y que diariamente reabre las heridas, el dolor y la angustia.
Las familias de los secuestrados viven en la ambigüedad. En algunos momentos toman la decisión del no más, de elaborar un duelo por la pérdida irreparable de un ser querido. Pero viene después el que tal, ese que surge de la esperanza casi perdida: que tal que aparezca, que tal que haya podido escapar y esté en camino.
Los especialistas en el tema recomiendan no dejarse vencer por decisiones drásticas y más bien emprender actividades en las que la persona tenga el control, lo que genera concentración en situaciones diferentes y distanciamiento temporal del dolor.A las familias de los secuestrados solo les queda vivir el día a día, intentando superar la ausencia y muchas veces, viéndose imposibilitados para rehacer el camino y seguir con la evolución que vinimos a aprender en este planeta.
Después de encontrarse con el vacío, ella se incorpora y lentamente camina a la habitación de sus dos pequeños hijos. Con cuidado se acerca al pie de cada cama y les da un beso. Los niños abren sus ojos y buscan a su padre pero encuentran el rostro de una madre, que en cinco años ha cambiado mucho. Ya la sonrisa y la esperanza que irradiaba fueron desplazadas por un rictus de ansiedad, de abandono y de soledad.
Cada mañana esta familia despierta con la ilusión de un milagro: que él aparezca, o que por lo menos lleguen noticias que hagan un poco más llevadero el dolor de su ausencia.
Las 2 de la tarde. Madre e hijos se sientan en el comedor a almorzar. Es inevitable que observen esa silla vacía, ese espacio que pertenece a papá. Tratan de hablar de muchas cosas: del colegio, los amigos, los abuelos y el mundo ante el que aparentan que todo está bien. A esta hora del día, la esperanza del regreso se ha reducido y queda poco de la ilusión de una noticia.
A las 9 de la noche los niños se despiden de mamá, pero falta ese otro ser que tanto amor les dio cuando estaba junto a ellos. Es como despedirse a medias. No hay nada que hacer: él debe estar muerto porque no sabemos nada.
Esta es la rutina emocional de 9040 familias colombianas. Amanecen con una ilusión, almuerzan con un nudo en el corazón y se van a la cama con la certeza de la ausencia definitiva. Es un ciclo que se repite todos los días y que no se cierra, pues siempre está la esperanza, a veces mayor, a veces menor, de que esa persona retornará a su lugar en la familia, en el hogar y en la sociedad. Para los expertos, es un duelo que no se elabora y que diariamente reabre las heridas, el dolor y la angustia.
Las familias de los secuestrados viven en la ambigüedad. En algunos momentos toman la decisión del no más, de elaborar un duelo por la pérdida irreparable de un ser querido. Pero viene después el que tal, ese que surge de la esperanza casi perdida: que tal que aparezca, que tal que haya podido escapar y esté en camino.
Los especialistas en el tema recomiendan no dejarse vencer por decisiones drásticas y más bien emprender actividades en las que la persona tenga el control, lo que genera concentración en situaciones diferentes y distanciamiento temporal del dolor.A las familias de los secuestrados solo les queda vivir el día a día, intentando superar la ausencia y muchas veces, viéndose imposibilitados para rehacer el camino y seguir con la evolución que vinimos a aprender en este planeta.